viernes, 28 de mayo de 2010

Cuentos Infantiles El Soldadito de Plomo

Cuentos Infantiles El Soldadito de Plomo


Había una vez veinticinco soldaditos de plomo. Todos tenían el mismo aspecto serio y marcial, con sus fusiles y cañones y sus impecables uniformes rojos y verdes.
Cuando se abrió la caja en que los habían colocado, las primeras palabras que escucharon, fueron:
–¡Soldaditos de plomo!
Era la alegre voz de un niño. Había pedido que se los regalaran para su cumpleaños.
Feliz, el niño empezó a colocarlos en fila. Entonces se dio cuenta de que todos eran iguales, excepto uno al que le faltaba una pierna. Pero éste era tan marcial y se mantenía tan firme como cualquiera de sus compañeros.
El niño puso los soldados junto a otros juguetes. Entre éstos sobresalía, por su majestuosidad y gran tamaño, un castillo medieval. Aunque era muy hermoso, mucho más bella era la jovencita que estaba a la entrada del castillo. Ella vestía un traje blanco adornado con una gran flor de brillantes. Tenía los brazos extendidos hacia arriba y se sostenía en la punta de un solo pie.
Era una hermosa bailarina. Pero el soldadito creyó que a ella, igual que a él, también le faltaba una pierna.
"Creo –pensó entonces– que esta joven me convendría. Pero yo soy muy poca cosa para ella. Es la dueña del castillo y yo sólo tengo un pequeño lugar entre mis restantes compañeros. Bueno, trataré de llegar a un acuerdo con ella."
El soldadito podía contemplar a la elegante bailarina desde detrás de su caja. La joven continuaba inmóvil, sosteniéndose sobre una sola pierna.

Cuando al niño le llegó la hora de acostarse, una mano cuidadosa recogió todos los juguetes. Todos los soldados fueron puestos en su caja; todos menos el soldadito, que quedó fuera de ella.
Reinó el silencio. Hasta que llegó la hora mágica; entonces los juguetes salieron de sus escondites y empezaron a jugar entre ellos. Sólo el soldadito y la bailarina continuaban inmóviles, sin unirse al alboroto general.
Cuando el reloj de pared dio las doce campanadas de la medianoche, el feo muñeco que salió de la casita del reloj observó las tiernas miradas que se lanzaban el soldadito y la bailarina...
–¡Vaya con el soldadito! –rió irónico– ¡Debería pensar en lo mal que se ve, cojo y con cara de tonto!
Pero el soldadito fingió no oírlo.

Al día siguiente, mientras los niños jugaban, uno de ellos, sin saber cómo, puso al soldadito en el borde de la ventana. De pronto ésta se cerró y el soldadito cayó a la calle. La caída desde el tercer piso fue terrible; la bayoneta quedó clavada entre los adoquines de la calzada.
La criada y el niño dueño de los soldados bajaron corriendo a buscarlo. Pero no pudieron encontrarlo. El soldadito pudo haberles gritado, pero no le pareció bien gritar vestido de uniforme.
Empezó a llover copiosamente.
Más tarde, cuando ya no llovía, pasaron por allí dos niños.
–¡Mira, un soldado de plomo! –exclamó uno de ellos–. ¿Hacemos un barco de papel y lo ponemos dentro?
Hicieron un barquito con papel de diario y embarcaron al soldadito en él. Luego pusieron el barco sobre la corriente de agua que había dejado la lluvia en la calle.
¡Pobre soldadito! Enormes olas azotaban el barco mientras él intentaba, aterrado, mantenerse firme en su puesto.
De pronto el barquito enfiló hacia la boca oscura de un desagüe.
–¿Adónde llegaré, Dios mío? –se preguntaba angustiado el soldadito. Ese maldito muñeco es el culpable de este desastre. El quería apartarme de la joven del castillo. ¡Si al menos ella estuviera a mi lado!
Entonces vio que a la entrada de la alcantarilla había una enorme rata gris.
–¡Eh, eh! ¡No corras tanto! –chilló la rata-. Muéstrame tu pasaporte. Si no está en orden, no puedes pasar por mi alcantarilla.
Pero el soldadito continuó imperturbable, sujetando firmemente su fusil. El barquito siguió navegando sin detenerse.
La rata nadó furiosamente en persecución del soldado, gritándole que se detuviera porque no tenía pasaporte ni había pagado para transitar por su territorio.

De pronto la barca alcanzó gran velocidad. Se acercaba a la salida del desagüe. Un ruido ensordecedor hirió los plomizos oídos del soldado. Más allá de la salida había una peligrosa cascada. Ya nada podía detener al barquito; el fin se aproximaba. De improviso éste dio algunas vueltas sobre sí mismo y se produjo el naufragio.
El soldadito se mantuvo firme; ni siquiera cerró los ojos. Siguió en pie hasta que el barco de papel empezó a llenarse de agua, para luego deshacerse. Entonces el soldadito sólo pudo dedicar un último pensamiento a la bella bailarina antes de que las aguas lo hundieran definitivamente.
Ya casi no quedaba rastro del barquito cuando éste fue tragado por un pez enorme. El soldadito sintió una extraña sensación cuando se encontró en el estómago del pez. La oscuridad era total y estaba más estrechó que en la caja donde había vivido con sus antiguos compañeros. Pero nada dijo y continuó empuñando firmemente su fusil.
Más tarde se encontró repentinamente a plena luz del día. Fue entonces cuando oyó claramente que decían:
–¡Miren! ¡Un soldado de plomo! ¿Qué había ocurrido? El pez había sido pescado, llevado al mercado, comprado por la cocinera de la casa y, un momento antes, la criada lo había destripado. Tomando al soldado entre sus dedos, lo lavó y luego lo llevó a los niños, mostrándolo como un caso extraordinario.
–¡Es el mismo! –gritó uno de los niños. Y el soldadito volvió a encontrarse en la misma salita de juegos que ya conocía. Todo seguía igual. Estaban los mismos niños, los mismos juguetes..., su bailarina, en la puerta del castillo, sosteniéndose todavía sobre el mismo pie y fascinándole con su mirada radiante.
Muy emocionado, el pobre soldadito, que tenía un corazón muy sensible, estuvo a punto de llorar de alegría. Pero tenía conciencia de que las lágrimas son incompatibles con el uniforme. Entonces se limitó a contemplarla en silenciosa admiración.
De pronto, el más pequeño de los niños que jugaban en la habitación cogió al soldadito y lo dejó caer sin más en el fuego de la chimenea.
Seguramente el cruel muñeco del reloj de pared había sabido inspirar tan extraña conducta al niño.
Y allí, entre las llamas de la chimenea, el soldadito se preguntaba si era el fuego de los leños o el fuego de su corazón lleno de amor el que lo consumía. Sus hermosos colores ardían, desdibujándose lentamente, mientras él miraba a la bella bailarina, que le correspondía con expresión angustiada.
Entonces ocurrió algo milagroso. Una puerta se abrió y, al mismo tiempo, una ventana. La corriente de aire levantó a la joven bailarina, haciéndola volar hasta la chimenea. En un instante la envolvieron las mismas llamas que derretían al soldado.
Así, ambos, soldadito y bailarina, quedaron totalmente derretidos. Al día siguiente, cuando la criada fue a encender la chimenea, sólo quedaban un pedazo de plomo en forma de corazón y, junto a él, una hermosa flor de brillantes.

Cuentos Infantiles El Patito Feo

Cuentos Infantiles El Patito Feo


¡Qué maravilloso estaba el campo, iluminado por la brillante luz del veraniego sol! Resplandecían los trigales dorados, sobre los que sobrevolaban graciosamente varias cigüeñas de patas rojas.
Una hermosa granja rodeada de acequias sobresalía en aquel precioso paisaje. Tanta era allí la vegetación, que no era raro que una pata hiciera su nido entre las ramas.
El ave permanecía sobre los huevos esperando ansiosa el nacimiento de los patitos. Por fin, uno tras otro, éstos fueron rompiendo el cascarón, deseosos de conocer el mundo. Apenas salieron todos, siguieron a su madre observando todo a su paso.
–¡Oh, nunca hubiera imaginado que el mundo fuera tan grande! –dijo, admirado, el más pequeño de los patitos.
-La madre rió.
–¿Crees que esto es el mundo? No, hijo mío; el mundo es mucho más grande de lo que imaginas.
De pronto, la mamá pata empezó a contar a sus hijos y se dio cuenta de que faltaba uno por nacer. Entonces volvió al nido a seguir empollando.
Mientras estaba en el nido, una pata vieja fue a visitarla.
–¿Cómo va eso? –preguntó amablemente.
–Aquí estoy todavía, porque hay un huevo que no termina de romperse. Pero fíjate en lo preciosos y robustos que son los demás patitos.
–Debes tener paciencia. Aunque espero que no te pase lo que a mí hace tiempo: me pusieron en mi nido un huevo de pava y sufrí mucho cuando tuve que enseñarle a nadar. Bueno, ahora me voy. ¡Hasta la vista, y suerte con ese huevo!
Por fin, el nuevo hijo rompió el cascarón. Era largo y muy flaco. La madre lo miró desanimada.
–¡Qué feo es! No parece hermano de los otros. ¿Y si fuera un pavo como el de mi amiga? Lo mejor será llevarlo mañana a nadar y así saldré de dudas.
Al día siguiente, el sol despertó a la pata y a sus patitos. Sin perder tiempo, la madre los contó y empezó a andar, muy erguida, seguida de toda su familia. Apenas ella se metió al agua, los patitos la siguieron sin asustarse y se sumergieron como perfectos nadadores, saliendo luego a la superficie y moviendo sus patitas con habilidad. La madre miró especialmente al más feo de sus hijos y se asombró al ver que era el mejor nadador.
–¡Es un verdadero hijo mío! No hay más que ver la elegancia con que mueve sus patas y lo erguido que se mantiene. ¡Vamos, hijos! Síganme hacia el corral para presentarles a mis amistades. Pórtense bien y tengan cuidado con el gato, que no es buen amigo nuestro.
Los patitos obedecían animadamente las instrucciones de su madre.
–Apuren el paso, hijos. Deben mantener en alto la cabeza, inclínenla sólo cuando pasen por delante del pato viejo que está en aquel extremo. Es el pato más respetable e importante del corral.
Es de raza aristocrática y la cinta roja que lleva en el cuello es la señal de su alta distinción.
Al llegar al corral, los demás patos los rodearon. De pronto, uno de ellos, fijándose en el más feo de los patitos, dijo:
–¡Eh, miren, qué pato más horrible!
–¡Fuera! ¡Vete a otro corral! –gritaron los demás.
La madre se enfureció.
–¡No se atrevan a tocarlo! ¡Él no les ha hecho ningún daño!
–¡Pero es muy feo y demasiado grande! No se parece a ninguno de nosotros.
El patito feo estaba muy asustado. Entonces, llegaron donde el pato viejo e importante.
–¡Qué hermosos hijos tienes! –dijo éste, felicitando a la madre–. ¡Esto te honra! Pero ese tan feo... ¿No puedes volver a incubarlo?
–No es posible, señor –dijo la madre, haciendo una reverencia-; pero no tiene mucha importancia que no sea hermoso, porque es muy buen hijo, y con el tiempo mejorará de aspecto. Lo que pasa es que estuvo mucho tiempo en el huevo. Estoy segura de que va a ser muy fuerte –y le acarició tiernamente la cabeza.
El pato viejo suspiró.
–¡En fin! Quizá tengas razón; hay que esperar.
El primer día de vida de los patitos fue bastante bueno para todos, salvo para el pobre patito feo. Éste se sintió despreciado por todos los que se burlaban de él y lo maltrataban con crueldad.
Los días siguientes fueron aun peores. No lo dejaban tranquilo; hasta sus propios hermanos le decían: "¿Por qué no te atrapará el gato y nos libramos de ti? Nos das vergüenza". Y el pobre patito feo se sentía muy infeliz.
Un día, tomando impulso, echó a volar. Llegó hasta un gran estanque, donde habitaban los patos silvestres, y durmió allí aquella noche, ya que estaba cansado de tanto volar.
A la mañana siguiente, cuando los patos silvestres levantaron el vuelo, se encontraron con el nuevo huésped.
–¿De dónde has salido tú? –le preguntaron-. ¡Eres feísimo, pequeño! Pero, bueno, si te portas bien, puedes quedarte con nosotros.
Así lo hizo el pobre patito.a
–¡Pum! ¡Pum! –se oyó al rato.
Los disparos de un grupo de cazadores de gansos asustó a las aves. Éstas huyeron volando hacia el este. Pero el patito feo se quedó. Escondió la cabeza bajo el ala y se mantuvo muy quieto mientras los disparos continuaban al son del furioso ladrido de los perros cazadores.
Más tarde acabó la cacería. Muy despacio, el patito observó a su alrededor antes de alzar el vuelo.
Atravesó granjas, campos y jardines. A veces soplaba un viento muy fuerte que lo obligaba a agachar la cabeza. El otoño se acercaba; las hojas de los árboles se volvieron amarillas y los campos perdieron el verdor que los cubría en el verano. El patito descansaba en cualquier rincón, mientras se daba cuenta de que los días pasaban y se ponían más frescos. Densas nubes amenazaban en el cielo, cargadas de lluvia y de nieve.
Una tarde, cuando el débil sol empezaba a esconderse, el patito feo vio entre los árboles de un bosque a una numerosa bandada de grandes aves intensamente blancas. ¡Nunca había visto algo tan hermoso! Eran cisnes que, al mover sus largas alas, lanzaban un grito muy extraño. Pero volaban tan alto que al pobre patito le dolía la cabeza de tanto mirar.
Muy impresionado, el patito perdió de vista a las bellas aves, preguntándose adónde irían y cómo se llamarían. No las envidiaba, porque no se sentía digno de tanta belleza. ¡Pobre patito feo! Soñaba con ser bien considerado y tratado igual que los otros patos junto a su madre.
Pasaron los días y el invierno se volvió más crudo. El patito debía estar siempre nadando para que el agua que lo rodeaba no se helara. Pero hacía tanto frío que cada noche se empequeñecía más el espacio en que podía nadar. Tanto se heló el agua a su alrededor, que el pobrecito se vio obligado a mover continuamente una pata. Nunca descansaba. Hasta que, finalmente, agotado, quedó preso en el agua congelada.
Al amanecer lo vio un campesino que por casualidad pasaba por allí. Se acercó al hielo, lo rompió con los pies cuidadosamente y, tomando cariñosamente al patito entre sus manos, lo llevó a su casa, dejándolo a los cuidados de su mujer.
En aquel lugar, el avecita se sintió mejor hasta que, creyendo que los hijos pequeños de aquel buen hombre lo iban a maltratar, acabó por huir. Pasó el largo invierno y el patito logró sobrevivir a todas sus desventuras. Una mañana, escondido entre los juncos de un estanque para cubrirse del frío, sintió un calorcillo agradable. ¡Había llegado la primavera!
Al desplegar sus alas advirtió que se movían con más fuerza y lo trasladaban con impresionante rapidez a grandes distancias. Voló mucho, hasta que de pronto se encontró en un bello jardín. "¡Qué lindo lugar para quedarme y vivir para siempre!", pensó el patito.
Inesperadamente, de entre las ramas de aquel hermoso jardín surgieron tres preciosos cisnes. El patito feo se sintió dominado por una gran melancolía.
–¡Quisiera poder volar y vivir junto a esas aves maravillosas! –exclamó–. Pero quizá me matarían porque soy feo y desentono a su lado...
Se quedó pensando un rato, y luego añadió:
–¡No importa! ¡Prefiero que ellas me maten a vivir maltratado continuamente por los patos, las gallinas y la gente!
Y volando hasta donde nadaban los cisnes, se posó junto a ellos humildemente, como esperando el fatal e inevitable castigo.
Entonces vio en el agua cristalina ¡su propia imagen! Pero su aspecto ya no era el mismo: comprobó sorprendido que había dejado de ser un ave de color terroso, que ya no era un pato tosco y feo. ¡Vio que era un cisne! Se sintió inmensamente feliz. Todos sus sufrimientos se acababan.
Poco después llegaron unos niños al estanque. El más pequeño exclamó:
–¡Miren, hay un cisne nuevo! ¡Qué bello es!
–Sí, es el cisne más hermoso del estanque –corearon los demás.
El nuevo cisne se sintió avergonzado; estaba feliz aunque confuso. Era considerado como la más linda de todas las aves creadas por Dios, pero no se enorgulleció por ello, ya que quien tiene buen corazón nunca es orgulloso.
Entonces el antiguo patito feo irguió su gracioso cuello y pensó emocionado:
–Jamás soñé alcanzar esta inmensa felicidad cuando era el pobre y humillado patito feo...





Cuentos Infantiles El Ave Fénix


Cuentos Infantiles El Ave Fénix

En los Jardines del Paraíso, bajo el Árbol del Conocimiento, floreció un rosal. Fue aquí, en la primera rosa, de donde nació un ave. Su vuelo era como el destello de la luz, su plumaje era hermoso, y su canto cautivador. Pero cuando Eva tomó el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, cuando ella y Adán fueron desterrados del paraíso, de la espada llameante del arcángel cayó una chispa al nido del ave, incendiándose en el acto.
El ave pereció en las llamas, pero del huevo rojizo que quedaba en el nido surgió revoloteante un nuevo ave, el único y solitario Ave Fénix. La fábula cuenta que mora en Arabia, y cada cien años se prende fuego en su propio nido hasta que muere; pero cada vez, un nuevo Fénix resurge de sus cenizas, el único en todo el mundo, naciendo de su huevo de color rojizo.
Este pájaro revolotea a nuestro alrededor, veloz como el rayo, de hermosos colores, de canto cautivador. Cuando una madre se sienta al lado de la cuna de su hijo, se posa en la almohada, y, con sus alas, forma una corona alrededor de la cabeza del infante. Vuela a través de la sala de la alegría, y lleva la luz del sol hasta ella, y las violetas sobre la humilde mesa redoblan la dulzura de su aroma.
Pero el Fénix no es sólo el ave de Arabia. Sobrevuela por el brillo de las Luces del Norte, por encima de las llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas en el fugaz verano de Groenlandia. Bajo las montañas de cobre de Fablun, y las minas de carbón en Inglaterra, vuela, bajo la forma de una mariposa, sobre el libro de himnos que descansa en las rodillas del devoto minero. En una hoja de la flor de loto, navega por las sagradas aguas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú brillan al contemplarlo.
El Ave Fénix, ¿realmente no lo conocéis? El Ave del Paraíso, ¡el sagrado cisne de la canción! Se sienta en el carro de Thespis, bajo la forma de un cuervo parloteante, y bate sus alas negras, impregnadas en posos de vino; el rojo pico del cisne pasa sobre el sonido del arpa en Islandia; sentóse sobre el hombro de Shakespeare, en la guisa del cuervo de Odín, y susurró al oído del poeta: "¡Inmortalidad!" y en el festín de los trovadores aleteó por los salones del castillo de Wartburg.
El Ave Fénix, ¿realmente no lo conocéis? Nos cantó la Marsellesa, y usted besó la pluma que cayó de su ala; vino con el esplendor del Paraíso, y tal vez vos os alejasteis de él, hacia el gorrión que se sentó sobre sus alas.
El Ave del Paraíso —renovado cada centuria— ¡nacido de las llamas, y muerto en las llamas! Aquella imagen, con marco de oro, que cuelga en los salones de los ricos, pero que a menudo sobrevuela alrededor nuestro, solitaria e ignorada, un mito; "El Fénix de Arabia".
En el Paraíso, cuando naciste de la primera rosa, bajo el Árbol de la Sabiduría, recibiste un beso, y se te dio un nombre; tu nombre, Poesía.

Cuentos Infantiles Pulgarcito

Cuentos Infantiles Pulgarcito

La historia cuenta que en lugar lejano, pero no desconocido vivía un leñador llamado Guillermo, casado con una leñadora llamada Sonia. El matrimonio de leñadores tenía siete hijos, todos pequeños. El mayor no tenía más que diez años y el menor contaba sólo siete.
Los hijos venían de dos en dos y en algunos años más constituirían una riqueza trabajando. "Pero ¿qué hacer ahora?", se preguntaban Guillermo y Sonia al ver la pobreza en que se debatían.
Como eran muy pobres y tenían tantos hijos siempre dispuestos a comer, se empobrecían cada vez más.
—¿Cuándo tendrán edad para ganarse la vida? –se preguntaba Guillermo con preocupación.
—Y Pulgarcito tan callado y tan delicado de salud –añadía Sonia.
El más pequeño, cuando vino al mundo, era un poco más grande que un dedo pulgar y por eso le llamaron Pulgarcito. Todos le creían tonto y no se daban cuenta de que lo que ellos llamaban tontería era pura bondad de su alma.
El pobre niño era el "sufrelotodo" de la casa y nunca le daban la razón. Sin embargo, era el más noble y sagaz de todos los hermanos. Es cierto que hablaba poco, pero sabía escuchar mucho.
Vino un año muy malo y el hambre fue tan grande que llegó a desesperar al matrimonio.
—Tenemos que deshacernos de los chiquillos –dijo Guillermo a su mujer.
—¿Pero cómo vamos a hacer eso? Son nuestros hijos –dijo, llorando, la mujer.
—Si siguen con nosotros, los veremos morir de hambre –replicó con pena el marido– y tal vez si los dejamos libres se las arreglarán para sobrevivir.
Ambos esposos estaban junto al fuego con el corazón oprimido por el dolor. Los niños, entretanto, se hallaban acostados y dormían.
—Ya ves –decía el leñador– que no podemos alimentarlos más. Yo no tengo valor para verlos morir de hambre. Estoy decidido a llevarlos mañana al bosque para abandonarlos a su suerte. Les diremos que recojan leña y formen cada uno un atado. Y cuando estén más entretenidos con la tarea huiremos sin que nos vean.
—¡Dios mío! –exclamó llorando Sonia–. ¿Serás capaz de dejar a tus hijos perdidos en el bosque?
—Pero, mira mujer, ¿crees que yo no lo siento? Es para que ellos puedan salvarse –gemía Guillermo–. Tú tampoco podrás soportar el dolor de verlos morir.

Siguieron discutiendo y considerando la dolorosa situación. Al fin se fueron a la cama llorando y convencidos de que no había nada que hacer, salvo abandonarlos en el bosque. Sería lo mejor.
Pulgarcito escuchó todo lo que dijeron, pues cuando estaba en su cama oyó que hablaban de algo serio y muy despacito se levantó y se deslizó debajo de la silla que ocupaba su padre. Allí podía escuchar bien sin que lo vieran.
Volvió a su cama y no durmió durante el resto de la noche. Estuvo pensando en qué podría hacer.
Se levantó muy temprano, fue a la orilla de un estero, recogió piedrecitas blancas que guardó en sus bolsillos hasta que quedaron llenos, y en seguida regresó a la casa.
—Vamos, hijos –dijo el papá–, hoy trabajaremos todos y tendremos mucha leña.
Pulgarcito no dijo a sus hermanos nada de lo que sabía; ellos caminaban contentos siguiendo a sus padres y pronto llegaron a un bosque muy espeso, donde no se veía a diez metros de distancia.
Guillermo se puso a cortar leña y los hijos a recoger ramas para formar sus atados. En un momento en que todos estaban ocupados, Guillermo y Sonia se fueron alejando sigilosamente para huir después por un sendero escondido, sin que los niños se dieran cuenta.
Cuando se vieron solos, sin la protección de sus padres, los pobres niños se pusieron a llorar y a gritar con todas sus fuerzas.
Pulgarcito les dejaba gritar porque sabía por dónde iban a regresar a casa. Mientras todos habían seguido a sus padres despreocupados y jugando, él había ido dejando caer a lo largo del camino las piedrecitas blancas que llevaba en los bolsillos.
—No tengan miedo –les dijo el diminuto hermanito–, nuestro padre y nuestra madre nos han dejado aquí.
—¿Dices que ellos se fueron y nos dejaron? –preguntó incrédulo el hermano mayor.
—Así fue –aseguró Pulgarcito–. Pero yo sé por dónde regresar a casa. Síganme.

Pulgarcito empezó a caminar y detrás de él todos sus hermanos. Llegaron a casa por el mismo camino que habían seguido en la mañana.
Al principio no se atrevieron a entrar. Todos se amontonaron junto a la puerta y la ventana para escuchar lo que sus padres decían.
Éstos habían llegado hacía mucho rato a su casa y habían recibido la visita del alcalde del pueblo que les llevó diez escudos. Era una deuda de mucho tiempo atrás, con cuyo pago ya no contaban. Los diez escudos les devolvieron la vida, pues creían que morirían de hambre.
Guillermo había mandado a Sonia a la carnicería a comprar carne para la cena y ésta regresó rápidamente con carne en abundancia. Como hacía tanto tiempo que aguantaban el hambre, compró tres veces más de la que necesitaban, ahora que estaban solos. Cenaron hasta hartarse y entonces Sonia empezó a lamentarse:
—¡Ay! ¿Dónde estarán ahora nuestros pobres hijos? ¡Qué bien habrían comido ellos sólo con lo que nos sobra! Tú has sido el culpable, Guillermo. Tú me convenciste de que los abandonáramos en aquel bosque horroroso. ¡Ay! ya sabía yo que nos íbamos a arrepentir. ¿Qué harán ahora en el bosque? ¡Ay, Dios mío! ¡Quizá se los han comido ya los lobos! ¡Qué inhumano eres! ¡ Tú has perdido a nuestros hijos!
El leñador la dejó hablar y llorar, pero al fin se impacientó de oírle veinte veces la misma sarta de acusaciones.
—Te voy a pegar si no te callas –le dijo.
Guillermo estaba más afligido, si cabe, que la misma Sonia, pero si seguía escuchándola iba a volverse loco. Él sabía que su mujer tenía razón, pero no era hombre que diera su brazo a torcer y mucho menos darle la razón a una mujer, aunque ésta fuera Sonia.
La pobre mujer seguía llorando y lamentándose.
—¡Ay! ¿Dónde estarán ahora mis pobres hijitos?
Lo repitió tantas veces que ya iba levantando la voz como si lo gritara a los cuatro vientos. Los niños la escucharon y se pusieron a gritar todos juntos:
—¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí!
La madre corrió a abrirles la puerta y exclamó abrazándolos:
—¡Qué contenta estoy de recuperar a mis queridos niños! ¡Qué cansados y hambrientos estarán! Pedrito, estás todo manchado de barro. Ven aquí, a que te lave la cara.
Pedrito era el hijo mayor y ella lo quería más que a todos los otros porque era colorín, igual que ella, que era colorina. Guillermo también se emocionó al verlos y se sentó con todos a la mesa.
—Es Dios quien nos los ha devuelto –dijo.
—No, papá: fue Pulgarcito el que nos guió por el camino –dijo Pedrito.
Hablaban todos a la vez mientras comían y contaban al padre y a la madre, quienes escuchaban embobados de gusto las peripecias y el miedo que habían pasado en el bosque.
Los buenos leñadores estaban encantados de volver a tener a sus hijos. ¡Eran tan chiquitos! Pero aquella alegría les duró sólo lo que duraron los diez escudos. Cuando se acabó el dinero volvieron a sentir la misma desesperación de antes y de nuevo decidieron abandonarlos. Esta vez los llevarían mucho más lejos para no fallar como la primera vez.
A pesar del secreto, no pudieron hablar tan bajo como para que Pulgarcito no los oyera.
El niño quiso hacer lo mismo que la vez pasada y se levantó muy temprano para ir al estero a recoger piedrecitas. Pero no pudo hacer nada porque encontró la puerta cerrada con llave y él no alcanzaba la cerradura. Además, le habían dado dos vueltas con una pesada llave.
No sabía qué hacer, cuando la madre les repartió a cada uno un trozo de pan para la comida. Pulgarcito pensó: "En vez de piedrecitas, iré echando migas de pan a lo largo de todo el camino". Y se guardó el pan en el bolsillo.
Parecía que nunca iban a llegar, pues sus padres los llevaron muy lejos, al lugar más oscuro y espeso del bosque, y en cuanto los vieron atareados tomaron un camino apartado y los dejaron allí. Pulgarcito no tuvo miedo. Pensaba: "Encontraré fácilmente el camino gracias al pan que he ido dejando como señal". Pero las migas habían desaparecido, comidas por los pájaros. Ninguno de los hermanos tenía idea de cómo encontrar el camino.
Lloraban tristes, desolados. Cuanto más andaban, más se extraviaban y se internaban en el bosque. Llegó la noche y se levantó un gran viento que silbaba como si fueran aullidos de lobos, lo que les causaba un miedo espantoso. Apenas se atrevían a hablar o volver la cabeza, temerosos de ver a los lobos que venían a comérselos. Luego empezó una fuerte lluvia que los caló hasta los huesos. Resbalaban y se caían en el barro, de donde volvían a levantarse totalmente embarrados, sin saber qué hacer con sus manos.
Pulgarcito, ligero como una ardilla, trepó a lo alto de un árbol para ver si divisaba algo. Volvió la cabeza a un lado y a otro y al fin vio a lo lejos una lucecita como de un farol. Estaba muy lejos, más allá del bosque.
Bajó del árbol y cuando llegó al suelo ya no vio la lucecita, con lo que empezó a desanimarse.
Sin embargo, comenzó a caminar con sus hermanos en la dirección en que había visto la luz y, al cabo de un rato, al salir del bosque, volvió a verla.
—¡Miren, allí está la luz! –gritó. Caminaron aprisa venciendo el miedo, pues la perdían de vista cada vez que pasaban por algún declive del terreno. Por fin llegaron a una casa. Se acercaron a la puerta y llamaron con temor. Una voz de mujer preguntó:
—¿Quiénes están ahí?
—Unos niños perdidos en el bosque. La mujer abrió la puerta y los miró compasiva.
Presentaban un cuadro conmovedor. Imploraban caridad con los ojos, sin atreverse a decir nada. Al fin, Pedrito suplicó con voz temblorosa:
—Por favor, señora, permita que pasemos la noche en su casa, en cualquier rincón. Tenemos miedo de los lobos.
La mujer los miró de nuevo y al verlos tan lindos, a pesar del barro que los cubría, se puso a llorar desconsolada:
—¡Ay, pobres niños! –gimió–. ¡No saben adónde han llegado! Ésta es la casa de un ogro que es muy malo con los pequeños.
—¡Qué pena, señora! –le respondió Pulgarcito, que temblaba como la hoja de un árbol ¿Qué podemos hacer? Si nos deja en el bosque nos comerán los lobos... Quizá usted, que tiene buen corazón, pueda defendernos del ogro.
La mujer del ogro se convenció con lo que le decía aquel niño tan chiquito. "Podré ocultarlos de mi marido hasta mañana", pensó.
—Pasen, pasen todos. Vengan alrededor del fuego de la chimenea para que se calienten y luego los llevaré adonde el ogro no pueda verlos.
Los niños entraron en la cocina tibia donde estaba asándose un cordero que despedía un delicioso olor y les abría el apetito. Lo miraron y su hambre pareció acrecentarse.
Apenas empezaban a calentarse, cuando oyeron dar uno, dos, tres, cuatro pesados golpes en la puerta: era el ogro que regresaba a su casa.
La buena mujer los escondió a todos bajo una gran cama y fue a abrir la puerta.
—¡Buenas noches, marido!
—¿Está ya lista la cena? ¿Sacaste el vino de la bodega? –dijo el ogro, sin contestar siquiera el saludo de su mujer.
—Sí, todo está listo. Siéntate a la mesa que voy a servirte.
En una gran fuente puso el cordero, bien cocido, como a él le gustaba.
De pronto, el ogro empezó a olfatear a derecha e izquierda.
—Me huele a niños –dijo.
—Será el ternero que tengo dispuesto para mañana y que acabo de preparar.
—No, no, te repito otra vez que huele a niños. Aquí hay algo que no entiendo –dijo, mirando de reojo a su mujer.
Al decir esto, se levantó de la mesa y se fue directo hacia la cama.

—¡Ah, maldita mujer! –dijo, mirándola con furia–. ¡Querías engañarme! No sé por qué te soporto. Tienes la suerte de ser una vieja bestia.
Sacó a los niños uno tras otro de debajo de la cama. Los pobres niños se pusieron de rodillas:
—¡Perdón, señor Ogro! No lo molestaremos –imploraron muertos de miedo.
Pero no sabían que estaban en las manos del más cruel de todos los ogros, que lejos de tener piedad de ellos, ya estaba pensando cómo divertirse con ellos.
—Mira, mujer, ¡qué simpáticos se ven, para jugar! –decía mientras se acercaba a los pobres niños. Éstos se apretujaban unos contra otros sin saber cómo defenderse de aquel monstruo, gigantón imponente, que avanzaba hacia ellos... Avanzaba, avanzaba, y... una gran manaza agarró a uno por sus cabellos.
—¿Pero qué quieres hacer ahora? ¿No ves la hora que es? ¿No tendrás tiempo mañana para hacerlo tranquilamente? –preguntó la mujer aparentando tranquilidad, pero con un deseo inmenso de salvar a los pequeños.
—Tienes razón –dijo el ogro–. Mejor será que les des una buena comida para que tengan fuerzas mañana y acuéstalos.
La buena mujer estaba radiante de alegría. Los acomodó alrededor de la mesa y les sirvió una buena cena, que no pudieron comer de tanto miedo que tenían.
El ogro, entretanto, siguió bebiendo encantado de tener presas tan tiernas para divertirse. El vino se le subió a la cabeza y sintió que se mareaba, por lo que tuvo que irse a la cama.
El ogro tenía siete hijas, que todavía eran niñitas. Criadas junto al padre, estaban también acostumbradas a maltratar a los niños. Ellas no eran malas, pero educadas por el ogro prometían llegar a ser unas buenas ogresas. La madre las había acostado temprano en una gran cama. Cada una de ellas tenía en la cabeza una diadema de oro a modo de corona.
En la misma habitación donde ellas dormían había otra cama grande. La mujer del ogro acostó en ella a los siete niños y ella se acostó después al lado de su marido, que roncaba profundamente dormido.
Pulgarcito se acostó temiendo que el ogro intentara algo contra ellos. La mujer podía estar durmiendo y ellos totalmente desprotegidos. "¡Qué miedo!", pensó estremeciéndose. En cuanto Pulgarcito oyó roncar al ogro, despertó a sus hermanos, les dijo que se vistieran sin hacer ruido y que le siguieran.
Bajaron silenciosamente hasta el jardín, saltaron los muros, empujados por su propio miedo y, al verse libres, corrieron y corrieron durante toda la noche sin saber adónde iban y sin sentir miedo a los lobos.
El ogro, entretanto, se despertó alegre. Despertó a su mujer y le dijo:
—Anda, sube y tráeme a esos pícaros niños que llegaron anoche.
La mujer se sorprendió mucho al no ver a los niños y le dijo a su marido que ya no estaban allí.
—¡Esos pequeños me han engañado! –rugió como bestia herida. Arrojó un jarro de agua en la cabeza de su mujer y gritó:
—¡Me las van a pagar esos chiquillos! ¡Ahora van a ver!
Su mujer lloraba silenciosamente, sintiendo que estaba pagando por las maldades de su marido.
—Dame rápidamente mis botas de siete leguas para ir a atraparlos. ¡Muévete, mujer! –se impacientó el ogro.
Sin perder tiempo, se lanzó a la búsqueda de los siete fugitivos. Corrió en todas direcciones con sus botas de siete leguas y, por fin, fue a dar al camino por el que iban los pobres niños, que ya estaban a unos cien pasos de la casa de sus padres.
Pulgarcito, que iba preocupado pensando que el ogro estaría persiguiéndolos, lo vio en seguida. Era como una gran sombra negra. Iba de montaña en montaña con la misma facilidad con que hubiera cruzado el más pequeño arroyuelo.
—¡Miren, nos alcanza el ogro! ¡Vamos a escondernos! –gritó a sus hermanos.
Miraron a todos lados y al fin Pulgarcito, como era el más pequeño de todos, descubrió una roca horadada que formaba una cueva bien disimulada y con una entrada estrecha. Era el mejor escondite que podrían haber encontrado.
—Rápido, entremos todos. Escóndanse ustedes al fondo; yo me quedo a la entrada para no perder de vista lo que hace el ogro.
Pulgarcito demostraba tal seguridad, y sus decisiones habían sido tan buenas, que los hermanos le obedecían sin chistar.
Pasaron todos al fondo y confiaron plenamente en la inteligencia del pequeño, que había salvado con su valentía la vida de todos.
El ogro, por su parte, estaba muy cansado del largo camino que había recorrido inútilmente (las botas de siete leguas fatigan mucho). Quiso descansar y por casualidad fue a sentarse encima de la roca donde los niños se habían escondido.
Primero se sentó a descansar y luego buscó acomodo en los apoyos que le brindaban las protuberancias de la roca. Poco rato después se quedó dormido. Empezó a roncar tan espantosamente que los niños pasaron tanto miedo como cuando le vieron llegar a su casa la primera vez.
Pulgarcito logró dominar el miedo.
—¡Chis! –dijo a sus hermanos, con el dedo en la boca–. Váyanse rápido a casa y no se preocupen de mí. Díganles a nuestros padres que yo llegaré después.
—Sí, Pulgarcito. ¡Cuídate! Te queremos mucho –dijo Pedrito dando un abrazo al hermano.
Salieron sin hacer ruido y corrieron con todas sus fuerzas. Pocos minutos después estaban llegando a su casa.
Apenas vio partir a sus hermanos, Pulgarcito se acercó despacio al ogro, que seguía roncando fuertemente, le sacó con mucha suavidad las botas y se las puso rápidamente.
Las botas eran enormes, anchas y altas, pero como eran unas botas mágicas tenían el don de agrandarse o empequeñecerse, adaptándose a la pierna y al pie del que las calzaba. Le quedaron tan bien que se diría que las habían hecho para él.
Partió volando, más que corriendo, directamente a la casa del ogro. Llamó a la puerta:
—Toc, toc.
—¿Quién es? –preguntó la mujer del ogro.
—Soy yo, Pulgarcito, que le traigo un recado del ogro, su marido.
La señora abrió la puerta sin dejar de llorar, pero escuchó a Pulgarcito:
—Su marido corre mucho peligro. Ha caído en manos de una banda de ladrones que han jurado matarlo si no les entrega todo el oro y la plata que tenga. Cuando ya estaba con el puñal al cuello me vio y me pidió el favor de que viniera a avisarle de la situación en que se encuentra.
—¿Pero no le ha pasado nada malo a él? –preguntó asustada la mujer.
—No, hasta ahora no, porque esperan a que yo vuelva. Como la cosa urge, me dio sus botas de siete leguas para que viniera más rápido y para que usted supiera que él me mandó.
—¿Ya no le tienes miedo? Mira bien, no te vaya a agarrar. ¿Qué más pidió?
—Dijo que se dejara algo de oro para usted, señora, y que lo escondiera donde nadie, ni siquiera él, lo pudiera encontrar.
La mujer, muy asustada, le dio una buena cantidad de oro y plata, pues el ogro era un buen marido aunque fuera malo con los niños pequeños.
—¡Hasta la vista! –grito Pulgarcito alegremente, despidiéndose de la ogresa.
Al poco rato, Pulgarcito llegaba a la casa de sus padres.
—¡Abran rápido, que estoy cansado! –gritó.
Apenas se abrió la puerta descargó en la mesa la riqueza que llevaba, dejándose abrazar y besar por todos.
Del ogro, nunca más supieron, pero se cuenta que de verdad sufrió un accidente cuando regresaba a su casa y perdió la vida, dejando a su mujer más tranquila y con algo de dinero.