Cuentos Infantiles Pulgarcito
La historia cuenta que en lugar lejano, pero no desconocido vivía un leñador llamado Guillermo, casado con una leñadora llamada Sonia. El matrimonio de leñadores tenía siete hijos, todos pequeños. El mayor no tenía más que diez años y el menor contaba sólo siete.
Los hijos venían de dos en dos y en algunos años más constituirían una riqueza trabajando. "Pero ¿qué hacer ahora?", se preguntaban Guillermo y Sonia al ver la pobreza en que se debatían.
Como eran muy pobres y tenían tantos hijos siempre dispuestos a comer, se empobrecían cada vez más.
—¿Cuándo tendrán edad para ganarse la vida? –se preguntaba Guillermo con preocupación.
—Y Pulgarcito tan callado y tan delicado de salud –añadía Sonia.
El más pequeño, cuando vino al mundo, era un poco más grande que un dedo pulgar y por eso le llamaron Pulgarcito. Todos le creían tonto y no se daban cuenta de que lo que ellos llamaban tontería era pura bondad de su alma.
El pobre niño era el "sufrelotodo" de la casa y nunca le daban la razón. Sin embargo, era el más noble y sagaz de todos los hermanos. Es cierto que hablaba poco, pero sabía escuchar mucho.
Vino un año muy malo y el hambre fue tan grande que llegó a desesperar al matrimonio.
—Tenemos que deshacernos de los chiquillos –dijo Guillermo a su mujer.
—¿Pero cómo vamos a hacer eso? Son nuestros hijos –dijo, llorando, la mujer.
—Si siguen con nosotros, los veremos morir de hambre –replicó con pena el marido– y tal vez si los dejamos libres se las arreglarán para sobrevivir.
Ambos esposos estaban junto al fuego con el corazón oprimido por el dolor. Los niños, entretanto, se hallaban acostados y dormían.
—Ya ves –decía el leñador– que no podemos alimentarlos más. Yo no tengo valor para verlos morir de hambre. Estoy decidido a llevarlos mañana al bosque para abandonarlos a su suerte. Les diremos que recojan leña y formen cada uno un atado. Y cuando estén más entretenidos con la tarea huiremos sin que nos vean.
—¡Dios mío! –exclamó llorando Sonia–. ¿Serás capaz de dejar a tus hijos perdidos en el bosque?
—Pero, mira mujer, ¿crees que yo no lo siento? Es para que ellos puedan salvarse –gemía Guillermo–. Tú tampoco podrás soportar el dolor de verlos morir.
Siguieron discutiendo y considerando la dolorosa situación. Al fin se fueron a la cama llorando y convencidos de que no había nada que hacer, salvo abandonarlos en el bosque. Sería lo mejor.
Pulgarcito escuchó todo lo que dijeron, pues cuando estaba en su cama oyó que hablaban de algo serio y muy despacito se levantó y se deslizó debajo de la silla que ocupaba su padre. Allí podía escuchar bien sin que lo vieran.
Volvió a su cama y no durmió durante el resto de la noche. Estuvo pensando en qué podría hacer.
Se levantó muy temprano, fue a la orilla de un estero, recogió piedrecitas blancas que guardó en sus bolsillos hasta que quedaron llenos, y en seguida regresó a la casa.
—Vamos, hijos –dijo el papá–, hoy trabajaremos todos y tendremos mucha leña.
Pulgarcito no dijo a sus hermanos nada de lo que sabía; ellos caminaban contentos siguiendo a sus padres y pronto llegaron a un bosque muy espeso, donde no se veía a diez metros de distancia.
Guillermo se puso a cortar leña y los hijos a recoger ramas para formar sus atados. En un momento en que todos estaban ocupados, Guillermo y Sonia se fueron alejando sigilosamente para huir después por un sendero escondido, sin que los niños se dieran cuenta.
Cuando se vieron solos, sin la protección de sus padres, los pobres niños se pusieron a llorar y a gritar con todas sus fuerzas.
Pulgarcito les dejaba gritar porque sabía por dónde iban a regresar a casa. Mientras todos habían seguido a sus padres despreocupados y jugando, él había ido dejando caer a lo largo del camino las piedrecitas blancas que llevaba en los bolsillos.
—No tengan miedo –les dijo el diminuto hermanito–, nuestro padre y nuestra madre nos han dejado aquí.
—¿Dices que ellos se fueron y nos dejaron? –preguntó incrédulo el hermano mayor.
—Así fue –aseguró Pulgarcito–. Pero yo sé por dónde regresar a casa. Síganme.
Pulgarcito empezó a caminar y detrás de él todos sus hermanos. Llegaron a casa por el mismo camino que habían seguido en la mañana.
Al principio no se atrevieron a entrar. Todos se amontonaron junto a la puerta y la ventana para escuchar lo que sus padres decían.
Éstos habían llegado hacía mucho rato a su casa y habían recibido la visita del alcalde del pueblo que les llevó diez escudos. Era una deuda de mucho tiempo atrás, con cuyo pago ya no contaban. Los diez escudos les devolvieron la vida, pues creían que morirían de hambre.
Guillermo había mandado a Sonia a la carnicería a comprar carne para la cena y ésta regresó rápidamente con carne en abundancia. Como hacía tanto tiempo que aguantaban el hambre, compró tres veces más de la que necesitaban, ahora que estaban solos. Cenaron hasta hartarse y entonces Sonia empezó a lamentarse:
—¡Ay! ¿Dónde estarán ahora nuestros pobres hijos? ¡Qué bien habrían comido ellos sólo con lo que nos sobra! Tú has sido el culpable, Guillermo. Tú me convenciste de que los abandonáramos en aquel bosque horroroso. ¡Ay! ya sabía yo que nos íbamos a arrepentir. ¿Qué harán ahora en el bosque? ¡Ay, Dios mío! ¡Quizá se los han comido ya los lobos! ¡Qué inhumano eres! ¡ Tú has perdido a nuestros hijos!
El leñador la dejó hablar y llorar, pero al fin se impacientó de oírle veinte veces la misma sarta de acusaciones.
—Te voy a pegar si no te callas –le dijo.
Guillermo estaba más afligido, si cabe, que la misma Sonia, pero si seguía escuchándola iba a volverse loco. Él sabía que su mujer tenía razón, pero no era hombre que diera su brazo a torcer y mucho menos darle la razón a una mujer, aunque ésta fuera Sonia.
La pobre mujer seguía llorando y lamentándose.
—¡Ay! ¿Dónde estarán ahora mis pobres hijitos?
Lo repitió tantas veces que ya iba levantando la voz como si lo gritara a los cuatro vientos. Los niños la escucharon y se pusieron a gritar todos juntos:
—¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí!
La madre corrió a abrirles la puerta y exclamó abrazándolos:
—¡Qué contenta estoy de recuperar a mis queridos niños! ¡Qué cansados y hambrientos estarán! Pedrito, estás todo manchado de barro. Ven aquí, a que te lave la cara.
Pedrito era el hijo mayor y ella lo quería más que a todos los otros porque era colorín, igual que ella, que era colorina. Guillermo también se emocionó al verlos y se sentó con todos a la mesa.
—Es Dios quien nos los ha devuelto –dijo.
—No, papá: fue Pulgarcito el que nos guió por el camino –dijo Pedrito.
Hablaban todos a la vez mientras comían y contaban al padre y a la madre, quienes escuchaban embobados de gusto las peripecias y el miedo que habían pasado en el bosque.
Los buenos leñadores estaban encantados de volver a tener a sus hijos. ¡Eran tan chiquitos! Pero aquella alegría les duró sólo lo que duraron los diez escudos. Cuando se acabó el dinero volvieron a sentir la misma desesperación de antes y de nuevo decidieron abandonarlos. Esta vez los llevarían mucho más lejos para no fallar como la primera vez.
A pesar del secreto, no pudieron hablar tan bajo como para que Pulgarcito no los oyera.
El niño quiso hacer lo mismo que la vez pasada y se levantó muy temprano para ir al estero a recoger piedrecitas. Pero no pudo hacer nada porque encontró la puerta cerrada con llave y él no alcanzaba la cerradura. Además, le habían dado dos vueltas con una pesada llave.
No sabía qué hacer, cuando la madre les repartió a cada uno un trozo de pan para la comida. Pulgarcito pensó: "En vez de piedrecitas, iré echando migas de pan a lo largo de todo el camino". Y se guardó el pan en el bolsillo.
Parecía que nunca iban a llegar, pues sus padres los llevaron muy lejos, al lugar más oscuro y espeso del bosque, y en cuanto los vieron atareados tomaron un camino apartado y los dejaron allí. Pulgarcito no tuvo miedo. Pensaba: "Encontraré fácilmente el camino gracias al pan que he ido dejando como señal". Pero las migas habían desaparecido, comidas por los pájaros. Ninguno de los hermanos tenía idea de cómo encontrar el camino.
Lloraban tristes, desolados. Cuanto más andaban, más se extraviaban y se internaban en el bosque. Llegó la noche y se levantó un gran viento que silbaba como si fueran aullidos de lobos, lo que les causaba un miedo espantoso. Apenas se atrevían a hablar o volver la cabeza, temerosos de ver a los lobos que venían a comérselos. Luego empezó una fuerte lluvia que los caló hasta los huesos. Resbalaban y se caían en el barro, de donde volvían a levantarse totalmente embarrados, sin saber qué hacer con sus manos.
Pulgarcito, ligero como una ardilla, trepó a lo alto de un árbol para ver si divisaba algo. Volvió la cabeza a un lado y a otro y al fin vio a lo lejos una lucecita como de un farol. Estaba muy lejos, más allá del bosque.
Bajó del árbol y cuando llegó al suelo ya no vio la lucecita, con lo que empezó a desanimarse.
Sin embargo, comenzó a caminar con sus hermanos en la dirección en que había visto la luz y, al cabo de un rato, al salir del bosque, volvió a verla.
—¡Miren, allí está la luz! –gritó. Caminaron aprisa venciendo el miedo, pues la perdían de vista cada vez que pasaban por algún declive del terreno. Por fin llegaron a una casa. Se acercaron a la puerta y llamaron con temor. Una voz de mujer preguntó:
—¿Quiénes están ahí?
—Unos niños perdidos en el bosque. La mujer abrió la puerta y los miró compasiva.
Presentaban un cuadro conmovedor. Imploraban caridad con los ojos, sin atreverse a decir nada. Al fin, Pedrito suplicó con voz temblorosa:
—Por favor, señora, permita que pasemos la noche en su casa, en cualquier rincón. Tenemos miedo de los lobos.
La mujer los miró de nuevo y al verlos tan lindos, a pesar del barro que los cubría, se puso a llorar desconsolada:
—¡Ay, pobres niños! –gimió–. ¡No saben adónde han llegado! Ésta es la casa de un ogro que es muy malo con los pequeños.
—¡Qué pena, señora! –le respondió Pulgarcito, que temblaba como la hoja de un árbol ¿Qué podemos hacer? Si nos deja en el bosque nos comerán los lobos... Quizá usted, que tiene buen corazón, pueda defendernos del ogro.
La mujer del ogro se convenció con lo que le decía aquel niño tan chiquito. "Podré ocultarlos de mi marido hasta mañana", pensó.
—Pasen, pasen todos. Vengan alrededor del fuego de la chimenea para que se calienten y luego los llevaré adonde el ogro no pueda verlos.
Los niños entraron en la cocina tibia donde estaba asándose un cordero que despedía un delicioso olor y les abría el apetito. Lo miraron y su hambre pareció acrecentarse.
Apenas empezaban a calentarse, cuando oyeron dar uno, dos, tres, cuatro pesados golpes en la puerta: era el ogro que regresaba a su casa.
La buena mujer los escondió a todos bajo una gran cama y fue a abrir la puerta.
—¡Buenas noches, marido!
—¿Está ya lista la cena? ¿Sacaste el vino de la bodega? –dijo el ogro, sin contestar siquiera el saludo de su mujer.
—Sí, todo está listo. Siéntate a la mesa que voy a servirte.
En una gran fuente puso el cordero, bien cocido, como a él le gustaba.
De pronto, el ogro empezó a olfatear a derecha e izquierda.
—Me huele a niños –dijo.
—Será el ternero que tengo dispuesto para mañana y que acabo de preparar.
—No, no, te repito otra vez que huele a niños. Aquí hay algo que no entiendo –dijo, mirando de reojo a su mujer.
Al decir esto, se levantó de la mesa y se fue directo hacia la cama.
—¡Ah, maldita mujer! –dijo, mirándola con furia–. ¡Querías engañarme! No sé por qué te soporto. Tienes la suerte de ser una vieja bestia.
Sacó a los niños uno tras otro de debajo de la cama. Los pobres niños se pusieron de rodillas:
—¡Perdón, señor Ogro! No lo molestaremos –imploraron muertos de miedo.
Pero no sabían que estaban en las manos del más cruel de todos los ogros, que lejos de tener piedad de ellos, ya estaba pensando cómo divertirse con ellos.
—Mira, mujer, ¡qué simpáticos se ven, para jugar! –decía mientras se acercaba a los pobres niños. Éstos se apretujaban unos contra otros sin saber cómo defenderse de aquel monstruo, gigantón imponente, que avanzaba hacia ellos... Avanzaba, avanzaba, y... una gran manaza agarró a uno por sus cabellos.
—¿Pero qué quieres hacer ahora? ¿No ves la hora que es? ¿No tendrás tiempo mañana para hacerlo tranquilamente? –preguntó la mujer aparentando tranquilidad, pero con un deseo inmenso de salvar a los pequeños.
—Tienes razón –dijo el ogro–. Mejor será que les des una buena comida para que tengan fuerzas mañana y acuéstalos.
La buena mujer estaba radiante de alegría. Los acomodó alrededor de la mesa y les sirvió una buena cena, que no pudieron comer de tanto miedo que tenían.
El ogro, entretanto, siguió bebiendo encantado de tener presas tan tiernas para divertirse. El vino se le subió a la cabeza y sintió que se mareaba, por lo que tuvo que irse a la cama.
El ogro tenía siete hijas, que todavía eran niñitas. Criadas junto al padre, estaban también acostumbradas a maltratar a los niños. Ellas no eran malas, pero educadas por el ogro prometían llegar a ser unas buenas ogresas. La madre las había acostado temprano en una gran cama. Cada una de ellas tenía en la cabeza una diadema de oro a modo de corona.
En la misma habitación donde ellas dormían había otra cama grande. La mujer del ogro acostó en ella a los siete niños y ella se acostó después al lado de su marido, que roncaba profundamente dormido.
Pulgarcito se acostó temiendo que el ogro intentara algo contra ellos. La mujer podía estar durmiendo y ellos totalmente desprotegidos. "¡Qué miedo!", pensó estremeciéndose. En cuanto Pulgarcito oyó roncar al ogro, despertó a sus hermanos, les dijo que se vistieran sin hacer ruido y que le siguieran.
Bajaron silenciosamente hasta el jardín, saltaron los muros, empujados por su propio miedo y, al verse libres, corrieron y corrieron durante toda la noche sin saber adónde iban y sin sentir miedo a los lobos.
El ogro, entretanto, se despertó alegre. Despertó a su mujer y le dijo:
—Anda, sube y tráeme a esos pícaros niños que llegaron anoche.
La mujer se sorprendió mucho al no ver a los niños y le dijo a su marido que ya no estaban allí.
—¡Esos pequeños me han engañado! –rugió como bestia herida. Arrojó un jarro de agua en la cabeza de su mujer y gritó:
—¡Me las van a pagar esos chiquillos! ¡Ahora van a ver!
Su mujer lloraba silenciosamente, sintiendo que estaba pagando por las maldades de su marido.
—Dame rápidamente mis botas de siete leguas para ir a atraparlos. ¡Muévete, mujer! –se impacientó el ogro.
Sin perder tiempo, se lanzó a la búsqueda de los siete fugitivos. Corrió en todas direcciones con sus botas de siete leguas y, por fin, fue a dar al camino por el que iban los pobres niños, que ya estaban a unos cien pasos de la casa de sus padres.
Pulgarcito, que iba preocupado pensando que el ogro estaría persiguiéndolos, lo vio en seguida. Era como una gran sombra negra. Iba de montaña en montaña con la misma facilidad con que hubiera cruzado el más pequeño arroyuelo.
—¡Miren, nos alcanza el ogro! ¡Vamos a escondernos! –gritó a sus hermanos.
Miraron a todos lados y al fin Pulgarcito, como era el más pequeño de todos, descubrió una roca horadada que formaba una cueva bien disimulada y con una entrada estrecha. Era el mejor escondite que podrían haber encontrado.
—Rápido, entremos todos. Escóndanse ustedes al fondo; yo me quedo a la entrada para no perder de vista lo que hace el ogro.
Pulgarcito demostraba tal seguridad, y sus decisiones habían sido tan buenas, que los hermanos le obedecían sin chistar.
Pasaron todos al fondo y confiaron plenamente en la inteligencia del pequeño, que había salvado con su valentía la vida de todos.
El ogro, por su parte, estaba muy cansado del largo camino que había recorrido inútilmente (las botas de siete leguas fatigan mucho). Quiso descansar y por casualidad fue a sentarse encima de la roca donde los niños se habían escondido.
Primero se sentó a descansar y luego buscó acomodo en los apoyos que le brindaban las protuberancias de la roca. Poco rato después se quedó dormido. Empezó a roncar tan espantosamente que los niños pasaron tanto miedo como cuando le vieron llegar a su casa la primera vez.
Pulgarcito logró dominar el miedo.
—¡Chis! –dijo a sus hermanos, con el dedo en la boca–. Váyanse rápido a casa y no se preocupen de mí. Díganles a nuestros padres que yo llegaré después.
—Sí, Pulgarcito. ¡Cuídate! Te queremos mucho –dijo Pedrito dando un abrazo al hermano.
Salieron sin hacer ruido y corrieron con todas sus fuerzas. Pocos minutos después estaban llegando a su casa.
Apenas vio partir a sus hermanos, Pulgarcito se acercó despacio al ogro, que seguía roncando fuertemente, le sacó con mucha suavidad las botas y se las puso rápidamente.
Las botas eran enormes, anchas y altas, pero como eran unas botas mágicas tenían el don de agrandarse o empequeñecerse, adaptándose a la pierna y al pie del que las calzaba. Le quedaron tan bien que se diría que las habían hecho para él.
Partió volando, más que corriendo, directamente a la casa del ogro. Llamó a la puerta:
—Toc, toc.
—¿Quién es? –preguntó la mujer del ogro.
—Soy yo, Pulgarcito, que le traigo un recado del ogro, su marido.
La señora abrió la puerta sin dejar de llorar, pero escuchó a Pulgarcito:
—Su marido corre mucho peligro. Ha caído en manos de una banda de ladrones que han jurado matarlo si no les entrega todo el oro y la plata que tenga. Cuando ya estaba con el puñal al cuello me vio y me pidió el favor de que viniera a avisarle de la situación en que se encuentra.
—¿Pero no le ha pasado nada malo a él? –preguntó asustada la mujer.
—No, hasta ahora no, porque esperan a que yo vuelva. Como la cosa urge, me dio sus botas de siete leguas para que viniera más rápido y para que usted supiera que él me mandó.
—¿Ya no le tienes miedo? Mira bien, no te vaya a agarrar. ¿Qué más pidió?
—Dijo que se dejara algo de oro para usted, señora, y que lo escondiera donde nadie, ni siquiera él, lo pudiera encontrar.
La mujer, muy asustada, le dio una buena cantidad de oro y plata, pues el ogro era un buen marido aunque fuera malo con los niños pequeños.
—¡Hasta la vista! –grito Pulgarcito alegremente, despidiéndose de la ogresa.
Al poco rato, Pulgarcito llegaba a la casa de sus padres.
—¡Abran rápido, que estoy cansado! –gritó.
Apenas se abrió la puerta descargó en la mesa la riqueza que llevaba, dejándose abrazar y besar por todos.
Del ogro, nunca más supieron, pero se cuenta que de verdad sufrió un accidente cuando regresaba a su casa y perdió la vida, dejando a su mujer más tranquila y con algo de dinero.
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